domingo, 21 de marzo de 2010

El Escritor Que No Conoció Su Exito


El fenómeno del periodista devenido escritor Stieg Larsson recuerda mucho a los de Dan Brown, Stephenie Meyer o J.K. Rowling: autores producto, sagas con los mismos personajes y miles de lectores que consumen sus obras con una voracidad similar a la de un ataque de bulimia.

El primer libro de la trilogía “Millennium” (nombre de la revista donde trabaja uno de los protagonistas, el quijotesco Mikael Blomkvist) “Los hombres que no amaban a las mujeres” ha ganado nuevamente el primer puesto de vendidos en muchas librerías, ayudado por el estreno de su soporífera adaptación cinematográfica en nuestro país.
El motivo del éxito de esta “hazaña literaria”, según el propio Mario Vargas Llosa (que se ha declarado fascinado por estos libros), descansa en uno de sus personajes: la joven hacker Lisbeth Salander.

Descripta por Larsson como una inadaptada social y lisiada emocional, Salander es una heroína perfecta para el siglo XXI: Llena de tatuajes y piercings, introvertida, deprimida y resentida, esta criatura que cree en la justicia por mano propia y en un mundo donde solo se aplican sus propias reglas, será sin duda analizada por varios expertos.

Los hombres que no amaban a las mujeres” no es una obra demasiado buena. Larsson está lejos de la genialidad. Tiene problemas estructurales y resulta imperdonable que, al plantearse el “misterio” sobre el que va montada la trama, la primera opción lógica que se le ocurre al lector sea, precisamente, la solución. Es además dolorosamente predecible y los rebuscados títulos que elije el autor son el resumen que de lo que se encontrará quien quiera adentrarse en su lectura. Irónicamente, la versión fílmica, no se ha esforzado por subsanar sus yerros si no que ha conseguido destacarlos.

Sin embargo, a pesar de sus muchas falencias, se trata de un libro muy entretenido y dinámico que ha capturado a ese mercado ávido del hypeo comercial. Generar interés por la lectura es un mérito en estos días y esa es la hazaña de Larsson, que murió poco después de haber culminado el tercer tomo de su trilogía sin poder disfrutar las jugosas ganancias que su trabajo esta dejando.
Este primer volumen y sus héroes reflejan el vacío intelectual de nuestra era informatizada e incomunicada. Asimismo, es una denuncia del autor a mucha de la hipocresía diaria de la sociedad de su país. Quizás sea uno de esos casos en que los personajes sean más grandes que la obra en sí. Durante su lectura la sensación resulta similar a la de consumir fast food: Puede ser muy grato, pero de ninguna manera sustancioso.
Aún así, Larsson ha conseguido que gente de todas las edades y culturas se acerquen a disfrutar sus historias y estén dispuestos a devorar las casi setecientas páginas que componen cada libro. No es poco en días donde el teclado y el celular se encuentran cerca de reemplazar al papel.

miércoles, 10 de marzo de 2010

CAMILA Y YO



Este es uno de los cuentos infantiles que formarán parte de mi nuevo libro: “Historias para chicos bien apiolados”.
Presentación en La Feria del Libro.
Daré una disertación de tres horas y cuarto sobre “Bosque de Chocolate ¿Olor a Caca?”
Se los presento en exclusiva para que lo aplaudan.


Cuando tenía diez años con los chicos del cole habíamos formado un grupo que no dejaba entrar a las chicas. Las chicas lloraban mucho y jugaban con muñecas y nosotros nos tirabamos barro, jugabamos a la pelota y nos gustaba el cine de terror.
Un dia a la noche, mi mamá me dijo que venían los vecinos nuevos a comer y traerían a su hija, Camila. Eramos muy pobres.

- Va a venir, Camila – dijo mamá – ¿Porque no te vas a bañar y te sacás el barro?
- No me importa que venga –dije ofuscado- Formo parte de una organización donde no somos amigos de las chicas.
- Me parece muy bien. – dijo mamá dando palmas- Ahora andá a bañarte o te organizo las bolas de una patada.
Ante tanto cariño, decidí que me convenía ir al lavabo.

Llegó el esperado momento.
Los vecinos, Arturo y Marta entraron al chalet. Al lado de ellas, vestida con unos pantalones rosados, una remera rayada y dos trenzas hechas con su pelo castaño estaba Camila que, con sus nueve años, escrutaba todo con los ojos muy abiertos.
Mamá me miró y me dijo.
- Mirala, es un amor de chica. Con una señorita así deberías casarte.
- Mamá, callate te va a oir y le va a contar a mis amigos.
Mamá sopló su flequillo y exclamó:
- Me importa poco. Ahora andá a tu cuarto con ella y quedense ahí.

La vida es un sin fin de ironías. Lo que una época es obligación impuesta, a los pocos años se convierte en una prohibición absoluta.
Agarré a Camila por la mano y subimos la escalera hasta mi cuarto. Ella me siguió salticando muy contenta.
Yo sabía que tenía que deshacerme de ella por el honor de la organización, así que empecé a urdir un buen plan. Aunque, sinceramente, no se si era tan bueno. Tenía diez años, mis planes eran bastante inútiles. Pero era un plan y punto. Así que decidí tratar de desembarazarme de ella o, al menos, hacerla llorar.
Empecé contándole que me gustaban las arañas y ella se rió.
Después le dije que las mejores figus eran las de futbol y los Transformers y ella estuvo de acuerdo.
No le dio asco cuando le dije que me comía los mocos y que si quería le convidaba.
Le encantaron mis revistas de terror llenas de mostros y espantajos.
Estaba por bajarme el pantalón, cuando entró Mamá y nos avisó que ya estaba lista la verdura hervida.
Esa noche, en el jardín, Camila me contó de la vez que había lanzado un sapo por los aires y me mostró como agarraba bichitos de luz y los metía en un frasco, creando así una lámpara natural con los luminosos insectos. Nos divertimos como grandes amigos.
Cuando se fue, yo estaba de muy buen humor y mamá me insistió que el casamiento era lo mejor que había y que mas me valía que a ella le cayera bien mi mujer.

Al día siguiente, en el cole, estaba con mis amigos y Camila se acercó a saludarme. Le di vuelta la cara y le dije “Andate. No soy amigo de las chicas." Mis amigos aplaudieron mi valentía. Ella se quedó muy callada, como petrificada. Volteó y se alejó. Yo estaba orgulloso.
Cuando sonó el gong y era la hora de salida, me encontré con Camila en la puerta del cole. Tenía los ojos hinchados y colorados. Me dio un papel y se alejó corriendo.
La miré irse calle abajo, indiferente. Ni siquiera le advertí del colectivo que casi la atropella.
Caminé por la vereda, pensando en estupideces. Entonces recordé el papel que Camila había depositado en mi mano mugrienta. Lo abrí y lo leí. Decía en letras muy grandes escritas con crayón naranja “Sos un mentiroso. Te odio por lo que hiciste”.
El corazón me dio un vuelco. Más que nada porque no entendía que me quería decir.

No volví a verla.

Esa noche, casi por casualidad, partió con sus padres hacia Machu Pichu. Aparentemente, luego de algunos negocios con la Farc, Don Arturo había decidido cambiar de aires. A pesar de que se fue, guardé el papelito y a veces, en los años venideros, me encontré leyéndolo tratando de descifrar, que significado misterioso ocultaba.

Cuando cumplí 17 años, alguien me invitó a una fiesta de chocolate. Chocolate era un evento donde las mujeres sacaban a bailar a los varones.
Yo estaba extasiado. Seguro que esa noche, luego de 4 años de fracasos, alguna chica, quizás corta de vista, me invitaría a bailar.
La felicidad es un plato que se disfruta caliente.
Entonces apareció en la fiesta una chica. Pero, ¡Que chica! Piernas torneadas y largas, cintura perfecta, donde su abdomen plano era interrumpido por la brusca aparición de dos enormes pechos que presagiaban la gloria. La mirada pícara quedaba oculta por algunos de los rulos que jugaban asomando de su cabellera salvaje. Sus labios, gruesos y sonrientes eran mercadería del diablo.
Los chicos más populares de la fiesta se acercaron como hienas a la carroña y utilizaron todo tipo de chascos y triquiñuelas para llevarse sus favores. Ella, cuando ya se había cansado del muchacho que decía el abecedario con eructos, giró la cabeza y me vió.
No se como hizo, sobre todo teniendo en cuenta que yo estaba escondido bajo el mantel de la mesa de las tortas, pero se acercó y, tomándome de la mano suavemente, me llevó a la pista. Yo la seguí, salticando muy contento.

- ¿No me reconocés? - Me dijo mirándome a los ojos muy fijo.
- Y no… - le respondí bastante convencido.
- Soy la mujer que no te ha dejado pensar durante años. –dijo con hondo dramatismo.
- ¿Mamá? – pregunté.
- No, no soy tu madre, Victor. Soy yo. Soy Camila.

El alma se me fue a los pieses. Así de repente, como chancho a los choclos.
Era ella nomás.
Tantos años separados y ahora, por fin, volvía a explicarme lo de la notita escrita con crayón naranja.

Y si quieren mi opinión, ya era hora, carajo.

- Volví porque quiero que sepas…
- ¿Qué, qué, qué, qué, qué?
- Quiero que sepas que te quiero.

Eso no tenía nada que ver con la notita.

Ahí había gato encerrado. Decidí ver que se traía entre manos esa mujer, pero disimulando, así que me robé un sombrero de la casa donde se hacía la fiesta, la agarré de la mano y nos fuimos del lugar.
Ya en Plaza Francia, con nuestros dedos entrelazados, corrimos juntos escapando de unos pungas que no dudaban en gritar sus intenciones con Camila. Por suerte, les dimos el esquinazo.

- Nunca pude olvidarte – me dijo ella mientras recobraba el aliento e intentaba reprimir una arcada – Creo que me enamoré de vos a los nueve años y sigo sintiendo lo mismo.

Sabía que en esas palabras que emitía, se escondía un significado oculto. Además, entendía que si me distraía, podría dominarme con su embrujo.

- Vamos a comer algo. – le dije- Tengo hambre.
- De ninguna manera, querido –dijo ella- Vos me acompañás al Shopping.
- Bueno. – dije.

Su poder de manipulación era asombroso.

Ese reencuentro me catapultó de hocico a las mieles del amor. Descubrí la delicia de compartir con alguien mis más profundos secretos y anhelos. Su sonrisa, con dientes que brillaban como perlas, guiaba mi camino y cada vez que sonaba mi Nokia, sabía que era ella.

Estoy seguro que Mamá me volverá a hablar cuando Gerardo tenga dos o tres años. Quizás si hubiera terminado la secundaria, no me diría “ignorante”. Camila también tuvo problemas con su familia y aun los tiene cuando quiere irse de joda a la noche, con su novio, y tiene que dejar a Gerardito conmigo o con sus padres.
Mientras tanto, laburo como puerco para mantenerla a ella, a Gerardito y pagar las diez lucas de alquiler del monoambiente que arrendamos en Luján. El chico come como si se acabara el mundo y de noche estoy durmiendo menos que Batman porque se garca todo el tiempo.

A veces recuerdo esos días de niñez, donde había reglas claras y la vida se debatía entre figuritas, pelotas y peleas de barro.

Y a veces, cuando estoy solo, lloro.

Sin embargo, estoy haciendo méritos encerando el piso y, apuesto la mensualidad que a regañadientes me pasa mi vieja a que, con algo de perfeccionamiento, puedo lograr que la muy arpía se rompa la crisma.

¡Ah, que días aquellos!


FIN